Ramatís

manera sensata, midiendo mis pensamientos y controlando mis 

palabras. Era comunicativo y alegre, desechaba los prejuicios 

y era afable con todos; nunca me rebelaba delante de los acon-

tecimientos desagradables de la existencia humana, aunque yo 

también fui provocado en el transcurso del sufrimiento y en lo 

más íntimo del ser. Tampoco me interesaban las glorias políticas 

ni me afligía por la ambición de poseer tesoros que “la polilla 

roe y la herrumbre consume”.

Desde la infancia sentía una inexplicable ansiedad por sa-

ber lo que yo era, de dónde venía y hacia dónde iba. Compren-

día que ese conocimiento era de capital importancia para mi 

vida y que todo lo demás era de insignificante valor. Bajo esa ín-

tima e incesante preocupación, conseguía ser feliz con muy poca 

cosa, porque eran raras las seducciones del mundo que conse-

guían despertarme interés o alentar el deseo de poseer riquezas. 

Me agradaba emplear una parte de mis haberes en favor de los 

desheredados y socorrer a los pobres de mi suburbio. Cuando 

me ponía a solucionar los problemas ajenos, nunca lo hacía por 

interés alguno; beneficiaba al prójimo sin la más remota idea de 

querer ganarme con ello los favores del cielo. De modo alguno 

vivía con la fanática preocupación de “hacer caridad” a fin de 

cumplir con un deber espiritual; siempre actuaba con espon-

taneidad, y los problemas difíciles y aflictivos del prójimo no 

eran sino mis propios problemas, los cuales necesitaban urgente 

solución.

Mi activo espíritu se presentaba con cierto fondo de reserva 

con respecto a mi desencarnación hacia el Más Allá, pues aquel-

los que supieron de mi “muerte” no sólo lo demostraron con 

ardientes votos de ventura celestial, sino que los más afectivos y 

reconocidos me dedicaban sus oraciones en horas tradicionales, 

evocándome con ternura y pasividad espiritual.

Esas oraciones y ofrecimientos de paz, dedicados a mi es-

píritu desencarnado, eran los que se transformaban en aquellas 

luces azules, liláceas y violetas que, en forma de pétalos colori-

dos y luminosos, se esfumaban en mi cuerpo astral, inundándo-

lo de vibraciones balsámicas y vitalizantes.

El ruego en el sentido del bien es siempre una dádiva celes-

te, y mal podéis valorar cuánto auxilia al espíritu en sus prime-

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