Ramatís
pera por la muerte del hijo, olvida en su ceguera espiritual que
si ese hijo aún estuviese vivo no sería exactamente la imagen
que aún llora, pues habría de ser otro el aspecto, porque en su
fisonomía se produciría el cambio inexorable por el pasar de
los años. En verdad, si el hijo estuviese vivo sería diez años más
viejo. También sería más gordo o enfermo, dócil o cruel, bueno
ovicioso, soltero o casado. Bajo cualquier hipótesis, ese padre o
esa madre inconsolable continúan llorando la imagen falsa, ob-
sesionados por una idea fija en la retina de su mente, tal como
sucede en la proyección cinematográfica, finalizado el film, del
cual sólo queda el recuerdo de lo observado.
Sucede también que en el cumplimiento común de la vida
humana es mayor el porcentaje de los espíritus adversarios, ver-
dugos y víctimas que se reencarnan cotidianamente para for-
mar familias consanguíneas, y es mucho menor el número de
almas amigas que renacen ligadas por simpatías del pasado.
Bajo nuestros conocimientos espirituales sabemos que muchos
hijos e hijas, cuya muerte es llorada algunos años después por
padres inconsolables, si aún estuviesen encarnados habrían sido
terribles verdugos de sus progenitores, pues eran espíritus des-
piadados, que bajo la Ley del Karma habían comenzado los
primeros ensayos de aproximación espiritual con sus víctimas.
Debido a la ignorancia espiritual, las criaturas no pueden
convencerse que su más cruel enemigo del pasado puede habitar
el cuerpo del hijo sonriente, y es natural entonces que atraviesen
algunos lustros cargando pesimismo y vertiendo lágrimas de
aflicción.
Bajo tal confusión espiritual, aún es muy difícil que un pa-
dre ame al hijo ajeno, pues su figura física difiere mucho de la
estética carnal de la familia egoísta, para la cual los hijos no
pasan de ser lindas colecciones de cuerpos bonitos, plasmados
bajo el sello de parientes consanguíneos, a lo que se apegan fa-
náticamente en el culto peligroso de la carne provisoria.
Cuando el espíritu del hombre comprenda la realidad de
la vida espiritual y se disponga a enjugar las lágrimas ajenas,
sin observar las formas de sus cuerpos o los lazos consanguí-
neos, con toda razón también se avergonzará de sus lágrimas
melodramáticas. Comúnmente la sensibilidad humana se rige
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