Ramatís

do en el problema de reunir todos los pensamientos dispersos, 

para ajustarlos en el campo de la memoria, a fin de entender lo 

que podía haberme sucedido, porque aún perduraba la sensa-

ción física de haber retornado del violento choque producido 

en el cráneo por un instrumento de goma dura. Ese sopor era 

perturbado por una extraña invitación interior, con relación al 

ambiente donde yo me encontraba, llena de exceptativa y de un 

silencio misterioso. Me sentía bien con respecto al estado men-

tal, gozando de una sensación sedativa, como si hubiera sido 

sometido a un lavaje purificador, cuyos residuos incómodos se 

hubiesen depositado en el fondo de mi vaso mental, permane-

ciendo a tono con un líquido refrescante y balsámico. Tenía que 

intentar hacer algún esfuerzo de memoria muy pronunciado, 

a fin de no mezclar la escoria depositada en el fondo del vaso 

cerebral con la limpidez agradable y cristalina de la superficie.

La sensación era de paz y confort espiritual; no tenía ten-

dencia hacia las evocaciones dramáticas o asuntos dolorosos, 

ni tampoco me encontraba posesionado por las indagaciones 

aflictivas, a fin de recomponer la situación que todavía me era 

confusa, pues las ideas que se me asociaban poco a poco eran 

de naturaleza optimista. En oposición a lo que anteriormente 

consideraba como una pesadilla, en la cual había vivido la sen-

sación de la “muerte”, aquel segundo estado de mi espíritu se 

parecía a un suave sueño que no deseaba interrumpir.

Después de un breve esfuerzo, pude abrir los ojos, y, para 

sorpresa mía, reparé en un techo alto, azulado, con reflejos y 

polarizaciones plateadas, semejante a una cúpula refulgente, la 

que se apoyaba sobre delgadas paredes impregnadas de un co-

lor azulado, con suaves tonos luminosos; parecía que largas cor-

tinas de seda rodeaban mi lecho blanco y confortable, dándome 

la impresión de que reposaba sobre una genuina espuma de 

mar. Una claridad balsámica transformaba los colores en mati-

ces refrescantes, y a veces parecía que la propia luz de la luna 

se filtraba por delgados cristales de atrayente colorido liláceo. 

Pero no vislumbraba lámparas o instalación alguna que pudie-

se identificar el origen de aquella luz tan agradable. Otras veces 

eran fragmentos de pétalos de flores o una especie de confites de 

color carmesí rosado que se posaban sobre mí y se desvanecían 

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