Ramatís

de nuevo al cuerpo yerto. No tardé en adivinar que Cidalia, mi 

novia, había llegado a mi casa y se inclinaba desesperadamente 

sobre mi cadáver, golpeada por el dolor de tan fatal separación. 

Entonces se avivó con más fuerza la terrible idea de que había 

sido víctima del sueño cataléptico.

Inmensamente sorprendido, pude notar las reminiscencias 

cinematográficas que habían reproducido en mi cerebro toda la 

existencia transcurrida desde la cuna, y, además, revelado un 

detalle de la escena ocurrida en Francia y que había durado, a 

lo sumo, uno o dos minutos. Era el tiempo exacto que debió de 

haber invertido mi novia para llegar desde su casa hasta la mía, 

ni bien le avisaron de mi supuesta muerte, pues residía a una 

cuadra de distancia. Luego pude comprender mejor ese hecho, 

cuando estuve más poseído de mi conciencia espiritual, desliga-

da de la materia.

En tan corto espacio de tiempo pude revivir los principales 

acontecimientos de mi última existencia, en el Brasil, y aun con- 

templar el último cuadro de la encarnación anterior.

Al poco tiempo se reconfortó mi ánimo y me volví algo 

indiferente con respecto a la situación grave en que me encon-

traba, pues había comprobado en mí mismo la inmortalidad o 

la sobrevivencia indiscutible del espíritu, lo que disipó un tanto 

el temor de sucumbir, aun frente a la horrorosa probabilidad 

de ser enterrado vivo. Gracias al poder de mi voluntad discipli-

nada, impuse cierta tranquilidad a mi psiquismo inquieto, con-

trolando las emociones y preparándome para no perder ni un 

detalle de los acontecimientos, pues allí mismo, en el límite de la 

“muerte”, mi espíritu no perdía su precioso tiempo e intentaba 

engrandecer aún más su bagaje inmortal. Obediente a los fuer-

tes imperativos del instinto de conservación reuní nuevamente 

las fuerzas dispersas e intenté provocar un nuevo influjo de vita-

lidad a mi organismo inerte, a fin de despertarlo, si era posible, 

de su trance cataléptico, para volver a la vida humana enrique-

cido y convencido espiritualmente, gracias a la comprobación 

que obtuviera en la inmersión de la memoria periespiritual.

Justo en ese instante de afluencia vital, los sentidos se me 

agudizaron nuevamente, haciéndome presentir algo más grave, 

que me profetizaba una indomable violencia. No podía preci-

38