Ramatís
que pasaban sin interrupción, para finalizar en aquella cuna
adornada, cuando “algo” en mí se obstinaba en decirme que yo
me prolongaba más allá, mucho más allá de aquella forma in-
fantil.
Percibí de pronto que la voluntad, bastante desarrollada
con la práctica ocultista, se me agotaba ante el esfuerzo de pro-
seguir hacia atrás, pero estaba seguro que bajo mi desenvolvi-
miento mental terminaría desprendiéndome del bebé regorde-
te que trazaba el límite de mi última existencia, para entonces
alcanzar lo que debería “existir” mucho antes de la conciencia
configurada por la personalidad de Atanagildo. Confiado en
mis propias energías mentales, a semejanza del piloto que tiene
fe absoluta en su aeronave, no temí los resultados posteriores,
pues osadamente, gracias a un esfuerzo heroico, me dejé ir más
allá y logré transponer aquella cuna adornada de encajes, que
significaba la barrera de mi saber pero no el límite de mi existir.
Había un mundo desconocido más allá de aquel diminuto cuer-
pecito focalizado en mi retina espiritual, cuyo mundo intenté
penetrar, aunque parecía estar maniatado por el terrible trance
que suponía de orden cataléptico.
Bajo la poderosa concentración de mi voluntad, coordiné
todas mis fuerzas mentales, activándolas en un haz altamen-
te energético, y decididamente, como si empuñara un podero-
so estilete, arremetí el más allá del misterioso velo que debería
esconder mi prolongación espiritual. Me entregué incondicio-
nalmente a la extraña aventura de buscarme a mí mismo, con-
siguiendo desatar los lazos frágiles que ligaban a mi memoria
etérica, la figura de aquel atrayente bebé rosado. Entonces con-
seguí comprobar el maravilloso poder de la voluntad al servicio
del alma decidida; bajo ese esfuerzo tenaz, perseverante y casi
prodigioso, se rompió la cortina que me separaba del pasado.
Sorprendido y confuso, me sentí envuelto en un festivo sonar
de campanas poderosas, al mismo tiempo que oía el rumor de
grandes clamores que provenían de cierta distancia de donde yo
me encontraba.
Mientras los sones del bronce se perdían en el aire, me sentí
envuelto por una brisa agreste, impregnada de un perfume de
lirio o de flores muy familiares, que suelen crecer a las márgenes
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