La Vida Más Allá de la Sepultura
de la muerte física; podía examinarlo atentamente, porque era
un espíritu dominado por la idea de la inmortalidad. Aposta-
do entre dos mundos tan antagónicos, sintiéndome en el límite
de la vida y de la muerte, guardaba un vago recuerdo de todo
aquello que me había ocurrido anteriormente, y, por lo tanto,
ese acontecimiento me parecía algo familiar. El raciocinio es-
piritual fluía con rapidez, y la íntima sensación de existir en
forma independiente del pasado o del futuro llegaba a vencer
las impresiones agudísimas que a veces me acometían en indo-
mable torbellino de energías, que se ponían en conflicto de la
intimidad de mi periespíritu.
De pronto, otro sentimiento angustioso se me presentó y lo-
gró dominarme con inesperado temor y violencia; fue algo apo-
calíptico que, a pesar de mi experiencia mental positiva y con-
trol emotivo, me hizo estremecer ante su fuerte evidencia. Me
reconocía vivo, con la plenitud de mis facultades psíquicas. En
consecuencia, no estaba muerto ni vivo o libre del cuerpo ma-
terial. Sin duda alguna, me hallaba sujeto al organismo carnal,
pues esas sensaciones tan nítidas sólo podían ser transmitidas
a través de mi sistema nervioso. Mientras que el sistema nervio-
so estuviera cumpliendo su admirable función de relacionarme
con el ambiente exterior, yo me consideraba vivo en el mundo
físico, aunque sin poder actuar, por haber sido víctima de algún
acontecimiento grave. No tuve más ilusiones; supuse que había
sido víctima de un violento ataque cataléptico, y si no me des-
pertaba a tiempo sería enterrado vivo. Ya imaginaba el horror
del túmulo helado, los movimientos de las ratas, la filtración de
la humedad de la tierra en mi cuerpo y el olor repugnante de los
cadáveres en descomposición. Pegado a aquel fardo inerte, que
ya no atendía a los llamados aflictivos de mi dirección mental
y que amenazaba no despertarse a tiempo, preveía la tétrica
posibilidad de asistir impasible a mi propio entierro.
En seguida, una nueva y extraña impresión comenzó a
inundarme el alma; primeramente se manifestaba como un
aflojamiento inesperado de aquella rigidez cadavérica; después,
un reflujo coordinado hacia adentro de mí mismo, que me dejó
más inquieto y que me señalaba como culpable de algo. Sí, no
exagero, al considerar el fenómeno que me ocurría, tenía la im-
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