La Vida Más Allá de la Sepultura 

exigía inmediata atención, a fin de que yo apelase a los me-

dios necesarios para eliminar un inmediato peligro invisible. De 

adentro la voz del médico se hizo oír, con inusitada vehemencia.

-¡Rápido! El aceite alcanforado.  

Entonces, un invisible sopor ya no me dejaba actuar, y de lo 

íntimo de mi alma comenzaba a surgir el impacto invasor, que 

comenzaba a actuar sobre mi conciencia en vigilia; después, en 

un implacable crescendo, percibía en mí ser manifestarse un 

angustioso esfuerzo de sobrevivencia, producido por el instinto 

de conservación. Intenté reunir las últimas fuerzas que se me 

iban, a fin de solicitar los buenos oficios del médico y avisarle 

que necesitaba de su inmediata intervención. Mientras, estaba 

bajo una fuerte emoción e instintivamente atemorizado oí decir:

—No se puede hacer nada más. Confórmese, porque el 

señor Atanagildo ya dejó de existir.

Mi cuerpo ya debía de estar paralizado; pero, por el choque 

vivísimo que recibió la mente, comprendí perfectamente aquel 

aviso misterioso que antes me llegara de lo profundo del alma y 

que el desesperado esfuerzo del instinto animal realizara, para 

que yo dirigiera el psiquismo sustentador de las células can-

sadas. La comunicación del médico me heló definitivamente 

las entrañas, si es que aún existía en ellas algún calor de vida 

animal. Aunque yo siempre había sido un devoto estudioso del 

Espiritismo filosófico y científico del mundo terreno, es inútil 

intentar describiros el terrible sentimiento de abandono y aflic-

ción que me embargaba el alma en aquel momento. No temía a 

la muerte, pero partía de la Tierra exactamente en el momento 

que más deseaba vivir, porque principiaba a realizar proyectos 

que venía madurando desde la infancia y, además, estaba pró-

ximo a constituir mi hogar, lo que también formaba parte de mi 

programa de actividades futuras.

Quise abrir los ojos, pero los párpados me pesaban como 

plomo; realicé hercúleos esfuerzos para efectuar algún movi-

miento, por débil que fuese, con la esperanza de que los pre-

sentes descubriesen que yo aún no había “muerto”, cosa que de 

modo alguno podía saber, debido a mi conflicto interior. Enton-

ces repercutió violentamente ese esfuerzo por la red “psico-men-

tal” y se avivaron aún más los sentidos agudizados del alma, los 

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