Ramatís

Atanagildo: Cuando estuve allí me encontré con muchos 

vehículos tirados por muías, otros por infelices esclavos que 

eran azotados con un chicote de finísimas puntas de color, ma-

nejados por figuras patibulares. Noté también la existencia de 

algunas sillas circulantes sobre el lomo de los animales, otras 

con adornos de colores, dominando siempre el amarillo y el 

rojo, y por último observé algo muy parecido a las antiguas 

literas coloniales, cuyas varas, en vez de aprisionar al cabal-

lo, se apoyaban en los hombros de los esclavos jadeantes. Todo 

eso me hacía recordar el antiguo Brasil colonial, pero el lujo de 

aquellas criaturas era exagerado y profundamente tonto ante la 

prodigalidad del uso de galones, blasones y adornos, percibién-

dose fácilmente el fanatismo infantil de las competiciones de 

superioridad jerárquica entre los señores.

Por las extensas avenidas del perímetro central, totalmen-

te liberadas de la presencia de los infelices llegados —verifi-

qué que algunos alcanzaban hasta cinco kilómetros de largo—, 

transitaban multitudes de seres. Sus quehaceres e intenciones 

eran perfectamente controlados por grupos de policías sinies-

tros que obedecían respetuosamente a los “fieles” mosqueteros 

que cité anteriormente.

Esos policías, brutalizados y secos en su trato personal, 

eran fuertes, pero inclinados hacia adelante, de finosomía fuer-

te y simiesca, sin la agudeza del mirar de los “fieles”; sobre la 

cabeza usaban bonetes rojos, de visera cuadrada de color ama-

rillo vivo; el cabello estaba cortado a la moda de los salvajes 

brasileños; vestían blusones sueltos, de un rojo irritante, con 

fajas rosas y en el pecho se les veía un rombo amarillo con el 

emblema de un dragón o lagartija negra vomitando fuego. El 

traje se completaba con un calzón corto, azul oscuro y estaban 

descalzos, mostrando las piernas torcidas y peludas. Sus brazos 

eran largos, como si fueran ganchos vivos, llevaban un bastón 

corto, negro, que debió haber sido sometido a algún proceso 

electromagnético, pues cuando golpeaban a los transeúntes que 

les desobedecían éstos entontecían y buscaban algún lugar de 

protección para apoyarse jadeantes, dando muestras de flaque-

za y desvitalización. Se movían en grupos de tres a seis indivi-

duos y se les veía en el rostro la falta de escrúpulos y piedad, 

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