La Vida Más Allá de la Sepultura
no basta la sabiduría, aunque ésta sea el producto de enormes
esfuerzos intelectuales; los espasmos y las angustiosas pertur-
baciones que acometen a los periespíritus de aquellos que aún
se torturan delante de la muerte son el resultado particular
de la naturaleza y el desequilibrio de las pasiones que fueron
cultivadas por el alma en su trato con el mundo. Las pasiones
humanas son como los caballos salvajes: necesitan ser amansa-
dos y domesticados para que después nos sirvan como fuerzas
disciplinadas y de ayuda benéfica para la marcha del espíritu a
través de la vida carnal.
Y para conseguir esa importante domesticación de las pa-
siones salvajes, el ejercicio evangélico es el recurso más eficiente,
pues lo hace a través de la ternura, del amor y de la renuncia
pregonada por el Maestro Jesús. El periespíritu, en la hora de
la desencarnación, es como la cabalgadura briosa, de energías
contenidas, que tanto se semejan a la monta dócil, disciplinada
y de absoluto control por parte de su dueño, como también se
iguala al potro desenfrenado que arremete y hasta puede arras-
trar peligrosamente a su caballero despavorido.
Los consagrados filósofos griegos, cuando preconizaban
“mente sana en cuerpo sano” exponían conceptos de excelente
auxilio para el momento de la desencarnación. La serenidad y
la armonía, en la hora de la “muerte”, son estados que requieren
completo equilibrio en el binomio “razón y sentimiento”, pues
aquel que “sabe qué es, de dónde viene y hacia dónde va”, tam-
bién sabe lo que necesita, lo que quiere y por qué se vuelve un
espíritu venturoso. El cerebro que piensa y dirige exige también
que el corazón se purifique y obedezca.
Ojalá que estas comunicaciones de “este lado”, aunque a
muchos les parezcan un puñado de fantasías sin sentido, logren
atraer el interés de los lectores bien intencionados, que deseen
liberarse de las ilusiones inherentes a las formas provisionales
de la materia y quieran centrar su visión espiritual en el curso
de la vida del Espacio, lo cual depende en sumo grado de la
naturaleza y la existencia que fuera vivida en la Tierra.
Atanagildo
Curitiba, 1º de Enero de 1958
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