La Vida Más Allá de la Sepultura 

pistolas, inmovilizándonos en pocos minutos. Nos fue propues-

to entonces, el pago de cierta cantidad de dinero para dejarnos 

libres y que pudiésemos proseguir el camino. Mi hijo tuvo que 

volver velozmente, a fin de conseguir la fabulosa suma del res-

cate, mientras los dos criados y yo éramos conservados como 

rehenes, y a riesgo de ser eliminados ante la primera comproba-

ción de aviso a la justicia del lugar.

Los asaltantes estaban obligados a cambiar de lugar repe-

tidas veces, eludiendo las batidas acostumbradas de las fuerzas 

legales, que andaban en su busca; los criados y yo fuimos lleva-

dos hacia un lugar distante, en compañía de los asaltantes, para 

que los criados pudiesen indicar a mi hijo, cuando éste regresa-

ba con el dinero, el lugar que nos hallábamos escondidos.

Mientras tanto, la policía estaba cerrando el cerco a los 

bandidos, a pesar, que ningún aviso había sido dado por mi 

hijo, pero, que obligaba a los asaltantes a fugar rápidamente del 

lugar. Entonces decidieron matarme antes de abandonarme en 

el bosque, pues estaban cansados de transportarme de un lado 

hacia otro, durante las apresuradas fugas, las cuales, además de 

sacudirme el cuerpo, me causaban horribles dolores, causándo-

me vómitos violentos, mezclados con vestigios biliares.

Entonces, sentí como si una tierna voz me hablara al oído, 

sugiriéndome valor y resignación y garantizándome el beneficio 

de la prueba final, que cada vez se manifestaba más torturante. 

Y la Ley Kármica se cumplió y mi programa doloroso se efec-

tuó en toda su planificación espiritual. Sufrí hambre, sed y frío, 

vertí sudores biliosos, mientras que despedía fibras duodenales 

y pedazos de hígado.

Tenía la perfecta sensación de tener un genio del mal que 

me ataba el cuerpo con un alambre de púa, haciéndome sangrar 

las carnes y después de introducía un filoso puñal en el vien-

tre, haciéndolo subir lenta y sádicamente por todo el trayecto 

intestinal, hasta romper el duodeno, para ulcerar el hígado, ex-

cavarlo y extraer pequeñas porciones que se acumulaban en mi 

estómago y que después arrojaba en los vómitos.

Había perdido todas las esperanzas de que alguien me ayu-

dara, cuando rápidamente sentí un inexplicable alivio en todo 

mi organismo a la vez que se aclaraba mi vista; entonces vi 

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