La Vida Más Allá de la Sepultura
de una enfermedad insidiosa que comenzaba a hacer estragos,
preanunciando grandes sufrimientos. En aquel tiempo, los re-
caudos médicos eran mínimos; tres años después, alcanzaba la
fase crítica que fuera prevista antes de reencarnarme y que ha-
cía parte de mi plan en las pruebas terrenas.
En la inconsciencia de la carne e ignorando el bien aporta-
do por la enfermedad, intenté el alivio y la cura con las tisanas
y as infusiones sedativas, resultando insuficientes como produc-
tos medicinales de la época. Una terrible inflamación me tomó
los intestinos y el hígado, sin esperanzas de cura, agravándose
mi sufrimiento por una fuerte compresión que sentía en la re-
gión del duodeno, dificultándose la nutrición, que tan necesaria
era para atender al cuerpo en continua decadencia.
Hubo momentos que de buen grado hubiera ingerido algún
tóxico violento, si algún alma piadosa me lo hubiera ofrecido. Mi
rostro quedó macilento, la circulación peligraba y mis pulmones
se agitaban día y noche, mientras sofocaba los gemidos colocan-
do entre mis dientes una almohadita de seda, que mis familia-
res sumergían incesantemente en una vasija llena de un líquido
amargo, que muy poco me aliviaba. Con los ojos desmesurada-
mente abiertos, fijos en el revestimiento del aposento lujoso, los
dedos crispados, intentando tomar los relieves del rico lecho de
caoba, luchaba con los primeros vómitos, por los cuales la me-
dicina moderna habría reconocido algunos fragmentos del tejido
hepático en lenta descomposición. Vivía un momento mórbido
y desesperante, capaz de hacer sufrir a los corazones más endu-
recidos. No tardé en comprobar, por el mirar angustioso de mi
esposa, hijos, nuera, yerno y otros parientes, el gran sufrimiento y
la inmensa piedad que les llegaba al alma.
Cuando mis padecimientos alcanzaron el “clímax” de la to-
lerancia humana, ocasión esa en que el curandero de la época
sentenció que me encontraba irremediablemente perdido, per-
cibí que entre todos mis familiares se había entablado un en-
tendimiento firme y decisivo, para dar término a mis dolores
pungentes. Comprendí que estaba condenado a muerte, gracias
a la piedad excesiva de mis parientes, que no habían podido
descubrir la razón de tanto sufrimiento, que consideraban in-
justo para aquel jefe de familia tan amoroso. Preferían entonces,
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