Ramatís

Es muy importante que os recuerde que no precisamos in-

tervenir para que el bebé recién nacido cumpla con su tarea 

de crecer; para eso sólo basta que le demos leche líquida o en 

polvo para transformarlo en un adulto de ojos azules o pardos, 

de cabellos negros como el azabache o dorados como el rayo del 

sol matutino. Poco a poco se desarrollan los labios carminados, 

las manos y los piececitos llenos de vida misteriosa, se plasman 

los movimientos graciosos y aparecen los aires de inteligencia, 

remarcados por la risa cristalina que embebe y fascina a los 

padres soñadores. Es lógico entonces que no tenemos el derecho 

de intervenir en la vida de ese cuerpo y apresurarle la muerte, 

pues la Ley reza claramente y nos prueba que ese derecho per-

tenece a Dios, el Divino Donador de la Vida.

Pregunta: Es muy sabido que nuestro espíritu, durante las 

encarnaciones de que se sirve del cuerpo físico, también lo per-

fecciona gradualmente, conforme se comprueba por el progreso 

orgánica que existe desde el hombre prehistórico hasta el actual 

ciudadano del siglo. ¿No es verdad? ¿Todo esto no le confiere 

cierto derecho para practicar la eutanasia?

Atanagildo: ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Si 

examinamos con imparcialidad lo que decís, comprobaremos 

que deseáis la mejor parte en los negocios que hacéis con la 

Divinidad, pues el progreso del cuerpo durante los milenios 

transcurridos se realiza gracias a los cuidados incesantes de la 

Evolución. Dios nos provee la sustancia carnal y el fluido vital 

agrupados genialmente, y en forma dinámica construyen el or-

ganismo, que permite cosechar las benditas experiencias de la 

vida planetaria. A cambio de tan grande concesión, hecha a tra-

vés de millares de siglos, apenas estamos obligados a servir en 

lo futuro a otros hermanos menores ni bien hayamos alcanzado 

los bienes que actualmente deseamos. Sin embargo, raramente 

respetamos ese acuerdo con la Divinidad, porque además de 

lesionar el patrimonio carnal, que nos ofrece de gracia, lo usa-

mos para fines brutales en las sensaciones corrompidas, y nos 

revelamos cuando la Ley nos impone la multa acostumbrada 

por nuestra infracción contractual. Abusamos desatinadamente 

de esa donación ofrecida para nuestra ventura espiritual, pero 

238