La Vida Más Allá de la Sepultura 

un exagerado sentimentalismo, pero tampoco tengo dudas, que 

se arrojaron desesperadamente sobre mi cajón mortuorio, por-

que aún ignoraban la realidad de mi sobrevivencia espiritual. 

Casi todos mis parientes y amigos eran adeptos a la religión 

católica romana, por cuyo motivo, pensaban por sugerencia de 

sus sacerdotes, faltándoles una infinidad de detalles sobre la 

inmortalidad del alma. Guardaban celosamente el debido res-

peto por el “tabú” sagrado, impuesto por un credo, el cual, les 

prohibía hacer investigaciones sobre toda filosofía condenada 

por la iglesia romana.

No sabían nada de las reencarnaciones de los espíritus o 

de la Ley Kármica y sobre las comunicaciones de los llamados 

“muertos” con los hombres de la tierra, obedecían al mal inter-

pretado precepto de Moisés sobre este asunto, aunque ningu-

no de ellos fuera hebreo. Os aseguro, que en otras existencias 

vivieron mucho tiempo a la sombra de los templos religiosos 

dogmáticos, y aunque fueran adultos de sentimientos, me pare-

cían criaturas de 10 años de edad, atemorizados con el Diablo 

ocompungiéndose con las complicaciones de Adán y Eva en el

Paraíso. En mi casa, la familia atendía a los preceptos religiosos 

con loable criterio, pero ni bien las cosas ultrapasaban el enten-

dimiento rutinario, lo atribuían al misterio, cuando no podía ser 

resuelto por los hombres.

Creían en Dios como si fuera el tradicional viejito de barba 

blanca, descansando en un confortable trono de nubes blan-

cas, que distribuye “gracias” a sus súbditos portadores de buena 

intenciones. Aceptaban sumisamente el dogma de los castigos 

eternos, que tienen por función, desagraviar las ofensas hechas 

a Dios por aquellos que aún no habían solicitado su cartera de 

religiosidad oficial. Confiaban en un cielo generoso, conquistado 

a cambio de apresuradas conversiones, reforzadas por algunos 

rezos y oraciones, mientras que se reservaba el infierno para los 

obstinados que no se adherían a los estatutos seculares de la 

religión oficial.

Mi familia estaba compuesta de tíos, tías, hermana, primos, 

madre y abuelos, que por veces me dirigían sentenciosos retos, 

advirtiéndome fraternalmente del pecado que era, el ser un “li-

bre pensador” o un “renegado de la verdadera religión”. Lamen-

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