Fisiología del Alma 

desordenado, os habéis de encontrar, con el refinamiento técnico 
de nuevas enfermedades situadas en el campo de las alergias 
inespecíficas, ¡como productos naturales de las reacciones an-
tibióticas en los propios animales preparados para el sacrificio!

nos espanta la contradicción humana, al producir prime-

ramente la enfermedad en el animal que pretende devorar, para 
en seguida aplicarle la profilaxis del antibiótico!

PREGUNTA: – ¿Podéis darnos un ejemplo de esa contra-

dicción?

RaMaTÍS: – ¡Cómo no! Vuestra medicina considera que el 

hombre gordo, obeso, hipertenso, es un candidato a la angina y 
a la conmoción cerebral; lo clasifica como un tipo hiper-albumi-
noídeo portador de peligrosa disfunción cardio-hepatorenal. la 
terapéutica más aconsejable, consiste en un régimen de elimi-
nación

 

hidrosalina y la dieta reductora de peso; se le suministra 

una alimentación exenta de grasas y predominantemente vege-
tal, aludiendo el médico al peligro de la nefritis, al grave distur-
bio en el metabolismo de las grasas y a la indefectible estenosis 
hepática. ¡Creemos que si los antiguos indios antropófagos cono-
ciesen algo de la medicina moderna y pudiesen comprender la 
naturaleza mórbida del obeso y su probable disfunción orgánica, 
en modo alguno permitirían que sus tribus devorasen los prisio-
neros excesivamente gordos! Comprenderían que eso les causa-
ría enfermedades molestas en vez de salud, vigor y coraje que 
buscaban al devorar al prisionero en aparente régimen de ceba.

Pero el hombre del siglo XX, aunque reconozca la enfer-

medad que proporcionan las grasas, devora los cerdos obesos, 
hipertrofiados por la gordura albuminosa, con tal de conseguir 
la prodigalidad de la manteca y del tocino: primero, los enfer-
ma en inmundo chiquero, donde las larvas, bacilos y microor-
ganismos propios de los charcos, fermentan las sustancias que 
alimentan los oxiuros, lombrices, tenias, amebas colis o histolí-
ticas. El infeliz animal, sometido a la nutrición putrefacta de las 
lavazas y de los detritos, se renueva en sus propias deyecciones 
y exuda la peor cuota de olor nauseabundo, convirtiéndose en 
un transformador vivo de inmundicias, con el fin de acumular 
la detestable gordura que debe servirse luego en las mesas fú-

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