La Vida Más Allá de la Sepultura 

en mi frente, en las manos y en los hombros, provocándome 

la sensación de ser un baño de magnetismo reconfortante que 

nutría al cuerpo exhausto, pero contento.

Estaba totalmente extrañado por el ambiente en donde me 

había despertado, que era completamente diferente al modesto 

cuarto que constituía mi aposento de enfermo resignado. Hasta 

creí que había sido transportado con toda rapidez a un hospital 

lujoso, de instalaciones modernísimas. Conseguí entonces distin-

guir algunos rostros desdibujados que me rodeaban en el lecho; 

uno de ellos guardaba una notable semejanza con el de mi Ma-

dre, y logré identificarlo como un hombre de mediana edad. Una 

señora anciana, sonriente y extremadamente afable, se inclinó 

sobre mí y me llamó con insistencia. Pronunció mi nombre con 

profundo recogimiento y vehemencia, consiguiendo sacarme una 

exhaustiva y balbuceante respuesta de asentimiento.

Ella sonrió con visible satisfacción y llamó a otra persona 

de aspecto pálido, de ojos profundos, vestida de blanco inma-

culado, que me hizo evocar la figura de los magos de Oriente, y 

cuya fisonomía era serena pero enérgica. Había cierta dulzura 

en sus gestos e inconfundible seguridad en el obrar; me miró 

con tal firmeza, que un flujo de energía extraña y de suave calor 

se proyectó de su mirar, que alcanzó mi médula, adormecién-

dome poco a poco el bulbo y el sistema nervioso, como si una 

poderosa sustancia gaseosa, hipnótica, se derramase por mis 

plexos nerviosos,  provocándome un incontrolable relajamiento 

de músculos.

Luché, moví las piernas, por así decir, intentando resistirme 

a aquella voluntad poderosa, pero una orden incisiva se fijó en 

el cerebro: ¡Duerma! Entonces se me aflojaron los músculos y 

fui introduciéndome en un misterioso y dulce bienestar que se 

transformó en la pérdida gradual de la conciencia, terminando 

en un reconfortante reposo. En un resto de conciencia final, aún 

pude oír la voz cristalina de aquella señora afable, que así se 

expresaba:

—¿No le había dicho, hermano Crisóstomo, que sólo el 

hermano Navarana podía provocarle el reposo compensador a 

su nieto y evitarle la excesiva autocrítica, tan perjudicial, y la 

confusión psíquica y natural producida por la desencarnación? 

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