Ramatís

cuales me trasmitían las noticias del mundo físico a través del 

extraño sistema telefónico que yo ignoraba poseer. Me sentía 

pegado a la piel o a las carnes cada vez más heladas, como si 

estuviera apoyado sobre frígidas paredes de cemento en una 

mañana invernal. A pesar de ese extraño frío, que yo suponía 

recibir exclusivamente en el sistema nervioso, podía oír todas 

las voces de los “vivos”, sus sollozos, clamores y descontroles 

emotivos junto a mi cuerpo.

A través de ese delicadísimo sentido oculto y predominante 

en otro plano vibratorio, presentí cuando mi madre se inclinó 

sobre mí y le oí exclamar:

— ¡Atanagildo, hijo mío! Tú no puedes morir, ¡eres tan jo-

ven!...

Sentí el dolor inmenso y atroz que le corría por el alma, 

pero yo me encontraba ligado a la materia rígida, sin poder 

transmitirle la más débil señal para aliviarla con la sedativa 

comunicación de que aún me encontraba vivo. En seguida lle-

garon vecinos, amigos y tal vez algún curioso, pues lo presentía 

y les captaba el diálogo, aunque todo me ocurría bajo extrañas 

condiciones comunes del cuerpo físico. Me sentía a veces sus-

pendido entre las márgenes limítrofes de dos mundos misterio-

samente conocidos, pero terriblemente ausentes. En ocasiones, 

como si el olfato se me agudizase nuevamente, presentía el vaho 

del alcohol que se usaba para la jeringa hipodérmica, algo pa-

recido al fuerte olor del aceite alcanforado. Todo eso sucedía en 

el silencio grave de mi alma, porque identificaba los cuadros 

exteriores, así como no conseguía comprender con exactitud lo 

que me estaba sucediendo; permanecía oscilando continuamen-

te, como si estuviera padeciendo una mórbida pesadilla. De vez 

en cuando, por fuerza de esa agudeza psíquica, el fenómeno se 

invertía. Entonces me veía centuplicado en todas las reflexiones 

espirituales, y paradójicamente me reconocía mucho más vivo 

de lo que era antes de la enfermedad de que fuera víctima.

Durante mi existencia terrena, desde la edad de 18 años, 

había desarrollado bastante mis poderes mentales a través de 

los ejercicios de índole esotérica. Por eso, en aquella hora neu-

rálgica de la desencarnación, conseguía mantenerme en actitud 

positiva, sin dejarme esclavizar completamente por el fenómeno 

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