Ramatís

ción, en cuyos cuerpos carnales se esconden espíritus de viejos 

criminales, piratas o antiguos invasores bárbaros, los grandes 

equipos de espíritus protectores o asistentes a las desencarna-

ciones, se sitúan en la embarcación con anticipación a la catás-

trofe determinada por la Ley Kármica, a fin de providenciar 

lo necesario para el control y protección, que es necesario en 

las operaciones desencarnatorias. En esas ocasiones suele su-

ceder un hecho muy interesante; como la visión de las ratas es 

bastante más sensible en el plano de la sustancia astral densa, 

presienten que se avecina un desastre, y como en esos animales 

aún es poderosa la sabiduría milenaria e instintiva, las ratas en 

ciertos casos se arrojan al mar, buscando una salvación prema-

tura. Ese es el fundamento de la leyenda que dice: “cuando las 

ratas acostumbran a abandonar los navíos, se está en vísperas 

de un naufragio”.

Las aves, los reptiles y diversos animales, en su lenguaje 

ininteligible y en su inquietud incomprendida por el hombre, 

casi siempre denuncian fenómenos insólitos que perciben alre-

dedor, y que tienen origen en el mundo astral denso.

Pregunta: Creemos, que el motivo principal de nuestro 

temor a la “muerte” no es por su aspecto trágico, sino, por la 

perspectiva de enfrentarnos con lo desconocido, pues si perma-

necemos en el mundo físico, estamos amparados por un paisaje 

familiar que nos rodea y por el efecto de los parientes cosan-

-guineos, de los que nos tendremos que separar sin que tenga-

mos pruebas de una futura felicidad, desconocida. ¿No es lógico 

nuestro razonamiento?

Atanagildo: La verdad no es ésa; si el hombre teme la muer-

te del cuerpo físico, es por que deposita toda su fe y ventura en 

los tesoros efímeros de la materia y se dedica al culto exagerado 

de las pasiones animales, que lo vuelven cada vez más insatis-

fecho y esclavizan definitivamente al goce animal. Como ignora 

el amor excelso y la paz sublime que reina en las esferas espiri-

tuales superiores, que podría alcanzar por la renuncia definitiva 

de los bienes provisorios de la Tierra, mal sabe que la desencar-

nación es una generosa dádiva de Dios para la verdadera vida.

Mientras que algunos científicos inquietos, intentan pro-

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