Después de ese trabajo, jamás se ligaba a su obra, ni se preocupaba por su valor o posesión; lo
que salía de sus manos ya no le pertenecía y lo daba fácilmente al primero que lo solicitara. Niño aún,
ya revelaba la contextura de un Maestro y que más tarde recomendaría: "No debéis querer para
vosotros, los tesoros de la tierra, que el herrumbre come y la polilla destruye; y donde los ladrones
desentierran y roban". "Mas, atesorad para vosotros tesoros en el cielo, en donde no lo consume orín
ni polilla. Porque en donde está tu tesoro, allí está también tu corazón"
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También se entregaba a las diversiones de la época, como eran los juegos de pelotas de paño y
barro, que eran arrojadas sobre obstáculos de madera; las travesuras con los perros, cabritos y cor-
deros, o la construcción de diques y lagos artificiales, cuyas barcas de pesca las construía con los
restos de maderas de la carpintería de José. Para las velas de los barquitos contribuía María con los
retazos de lino y algodón de sus costuras. Las flotas de galeras romanas navegaban en las
ensenadas de agua sucia, para la distracción amena de los niños que siempre estaban atentos a las
iniciativas y sorpresas del niño Jesús, cuyo espíritu enciclopédico jamás encontraba dificultad para
salir airoso de sus cometidos infantiles. Eran caminos, puentes, y ríos, lagos y cascadas; o puertos de
carga y descarga, barracas pintorescas para los caravaneros, cuyos camellos y elefantes de barro
descansaban a la sombra de las palmeras improvisadas y bajo los bosques hechos de ramas de
árboles. También había jardines colgantes, como los de Babilonia, faros quemando mechas untadas
en aceite, para que a la noche guiara a las galeras retrasadas que eran empujados por los peritos,
bajo las órdenes del Jesús niño. En fin, era un mundo divertido y contagioso que reunía a todos los
niños de los alrededores; y los adultos acostumbraban a espiar con la excusa de retirar a sus niños
para el reposo nocturno. Muchas veces, María se sentía dominada por extrañas emociones y las
lágrimas le corrían por las mejillas viendo aquel niño, como reyesito venturoso o como un diocesito
creador dirigiendo a su mundo rico de novedades y sorpresas. Era el centró de atracción para los
niños que entre gritos de alegrías y espanto se movían obedientes a las directrices enunciadas por
Jesús, a fin de alcanzar la mayor armonía y el tiempo necesario que insumían tales diversiones. Eran
pequeños, dorados como las espigas del mijo nuevo, rubios u oscuros como el ébano, hijos de
etíopes emigrados; pecosos, pálidos y colorados; sucios y limpios; confortablemente vestidos o
harapientos, allí se confundían en los límites del mundo elaborado y movido por el genial niño ángel.
Era un enjambre de niños, que poco a poco, se integraban en las disposiciones temperamentales y
emotivas de él, pues exigía buen comportamiento para poder ingresar en su "grupo infantil".
Entonces, se reducía la maldad hacia los pájaros y animales, disminuía también el entrenamiento
malicioso y destructivo. Jesús inventaba, siempre cosas nuevas; del barro arcilloso y de la arena
húmeda, hacía castillos y reyes, príncipes y fortalezas, que reproducían las historias oídas de María
por las noches sobre el folklore hebraico. Por eso, aun los niños resentidos retornaban nuevamente y
se sometían a la férrea disciplina de dominar el instinto dañino y los impulsos crueles para no perder
dádivas tan atrayentes.
Pregunta: El niño Jesús, ¿qué disposiciones emotivas o entendimiento religioso tenía hacia la
Divinidad?
Ramatís: En general, todas las criaturas hebreas temían a Jehová y muy pronto aprendían a
respetarlo, como así también a su Ley, pues estaban seguros que les espiaban sus travesuras,
hábilmente escondido detrás de las nubes. En los días tempestuosos, donde el agua caía a torrentes
de los cielos, las madres predicaban a sus hijos que Jehová estaba enojado con los niños
desobedientes, y por eso iluminaba el cielo y lanzaba rayos incandescentes, partiendo árboles y
abrasando a la tierra. Pero, el niño Jesús miraba sin temor alguno, pues no podía admitir noción
alguna de castigo o de ira por parte del Padre que estaba en los cielos. Desprovisto de mala intención
e íntegro espiritualmente, sin haber movido jamás arma alguna para herir a un animal feroz o insecto
venenoso, en su cerebro pequeñito no había lugar para esa idea severa que los rabíes hacían de
Jehová y sus ángeles.
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Mateo, Cáp. VI, vers. 19, 20 y 21.
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