excéntricos o extraños. Ambos, todavía no estaban capacitados para comprender una conceptuación
moral tan pura e impersonal del ser humano, contraria a las tradiciones seculares de la vida del
pueblo hebreo.
Pregunta: María, ¿creía en la misión de su hijo Jesús o la presintió poco antes de ser crucificado?
Ramatís: Gracias a su naturaleza mediúmnica, María recibió innumerables avisos y advertencias
de su guía espiritual, el que insistía en informarle de la estirpe angélica de su hijo. Pero, en base a
sus obligaciones cotidianas junto a la numerosa familia, olvidó poco a poco, los mensajes
mediúmnicos que le fueron transmitidos antes de casarse, como también antes de nacer Jesús. Más
tarde, en algunos raros momentos, se sentía dominada por esa reminiscencia cuando una voz oculta
le parecía susurrar algo respecto a la naturaleza incomún de su hijo.
Cuando Jesús dejó la familia, decidiéndose por las peregrinaciones a través de los caminos de la
Judea y otros lugares próximos, María olvidó los recuerdos más íntimos, que sin duda, le hubieran
intuido sobre la entidad misionera que era su retoño. Después de la muerte de José, cuando Jesús
había cumplido veintitrés años, se agravó la situación económica en el hogar, debiendo María movili-
zar todos los recursos para equilibrar los gastos de la familia. Felizmente, meses después, supo que
Jesús dirigía un grupo de discípulos, constituido por pescadores, campesinos, hombres del pueblo y
algunas mujeres devotas que lo seguían fervorosamente, alcanzando un contagioso estado de
religiosidad. María no se sorprendió con esas noticias, sintiéndose más tranquila al ver que su hijo se
dedicaba a la tarea pacífica de un rabí ambulante y que participaba en el sentir de su pueblo. Eso lo
ayudaría a suavizar aquella inquietud extraña, el misticismo exagerado y la rebeldía a las costumbres
y tradiciones comunes.
Su madre se sintió agraciada por el Señor por el camino que había tomado su hijo, dado que
había preferido una profesión liberal y religiosa para interpretar entre sus coterráneos las reglas y
sabiduría de Moisés. Los hermanos de Jesús, a excepción de Eleazar, hijo de José y Débora, y más
tarde Tiago, el menor, no apreciaban debidamente la tarea como rabí de los caminos, pues eso no
contribuía en forma alguna para el precario mantenimiento de la familia. Lo ponderaban como Jefe de
una corte de malandras y curiosos, que soñaban entusiasmados por un reino cómodo y próspero y
que no debían obligaciones a nadie. Matías, Cleofas, conocidos por Simón, Eleazar y Elizabet se
habían casado y cooperaban financieramente ayudando a María, que tenía 47 años de edad, pero
que todavía se mostraba joven y sana. Sin embargo, ella no escondía su afecto incondicional por
Jesús, puesto que era un espíritu que .lo sentía íntimamente desde muchos milenios atrás. Por eso lo
disculpaba y defendía, malgrado las intrigas y maledicencia generadas por los despechados.
A medida que se aproximaba el término de la misión de Jesús, aunque lo ignoraba en estado de
vigilia, le invadía el alma una extraña melancolía y raro sufrimiento. Súbitamente, su alegría se trans-
formaba en temor, un incontenido dolor le tomaba el pecho, deseando espantar de sí misma una
visión oculta y que recelaba enfrentar en toda su realidad. Inconscientemente, María se preparaba
para presenciar los cuadros más dolorosos de su vida, que serían el martirio y la muerte- de su
querido hijo, exceptuado de culpa y maldad. Algunos lo llamaban el profeta de Israel, otros el
liberador del pueblo judío; pero estaban aquellos que le decían, es un loco, un imbécil, mientras que
el Sanedrín lo hacía espiar intentando conocer sus proyectos aparentemente sediciosos. Era, pues un
santo para algunos y un anarquista para otros.
Obviamente, no había razones ni justificaciones capaces de convencer a María, respecto a
la gloriosa misión espiritual de su querido hijo, así como sucedió con la familia del príncipe Sáquia-
Múni, que jamás previo que su descendiente sería Buda, el Iluminado Instructor moral de Asia. En
fin, se suponía que Jesús no pasaría de un modesto rabí de la Galilea, que se hallaba entusiasmado
por la obstinación de salvar a los hombres y redimir los pecados del mundo, conduciéndolos
hacia un fantástico reino, semejante a la patria de Israel. Mientras tanto, cuando aceptó humilde y
dócil como un cordero su destino cruento, sin mover los labios ni pronunciar la más silenciosa
queja, María inmediatamente reconoció ante el sacrificio de la cruz, al Mesías; el Salvador de los
hombres.
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