mover los labios, pero estaban tan rígidos que ni siquiera pudo esbozarles una sonrisa de gratitud a
todos sus queridos. El trueno estalló y las nubes comenzaron a danzar vertiginosamente en-
trechocándose bruscamente; la atmósfera pesada parecía presionar sobre el cuerpo de Jesús,
aumentándole la terrible sensación de sentirse totalmente aplastado. Inmediatamente, un dolor atroz
partió desde la punta de los dedos de su mano izquierda; después le subió por el brazo, como un
metal incandescente que le estuviera perforando las venas, y en décimos de segundos le alcanzó el
corazón, paralizándole la respiración. Un fuerte estremecimiento le sacudió el rostro, los labios y las
puntas de los dedos; los ojos se le nublaron y su cabeza cayó sin control sobre su hombro izquierdo.
¡El Mesías había expirado! ¡Eran las tres de la tarde! Tiago vio su muerte a la luz de un
relámpago y cayó de rodillas en un grito de dolor por la pérdida del Maestro. Todos ellos se
levantaron en una sola exclamación, con los brazos levantados hacia arriba, gritando jubilosamente,
llamando la atención de los soldados:
— ¡Hosannas! ¡Hosannas! ¡El Maestro expiró! ¡El Señor nos escuchó!
Se postraron en el suelo y besaron la tierra entre sollozos indescriptibles. Entonces el jefe de la
patrulla de soldados, empuñó la lanza e hirió la carne de Jesús, primero lo hizo despacio y después
con bastante fuerza que llegó a manchar de rojo su lanza y comprobó que no había más señal de
vida. Enseguida ordenó a un soldado que fuera a comunicar la novedad al centurión Quinto Cornelio.
Se había disipado el temor que el Maestro se pudriera en la cruz y fuera pasto de las aves de rapiña.
Gracias a su delicada naturaleza y al debilitamiento vital producido por la exudación sanguínea en el
Huerto de los Olivos, sucumbió en menos de tres horas por la rotura de la aorta, proporcionándole la
deseada liberación espiritual.
Pocos minutos después se descargaron cataratas de agua bajo el fragor de los truenos, ei viento
huracanado y los rayos aniquiladores, desgajándose los árboles, abriendo surcos en la tierra
resecada, rompiendo diques, se salieron los ríos de su caudal normal, destrozó puentes, derribó
muros y arrojó al suelo cantidades de frutos que pendían de los árboles. Las cruces oscilaban
amenazando tumbarse debido al deslizamiento de la reducida masa de tierra que cubría la cima
rocosa del monte de la calavera. Los soldados calzaron las bases de las cruces con piedras y palos
en medio del agua que se juntaba en las bases de las mismas. Los dos ladrones crucificados se
movían reanimados por la preciosa linfa que les corría a través de los cabellos empapados, en la
avidez animal por sobrevivir. Mal-grado la insistencia de los soldados para que todos abandonaran el
lugar, pues ya nada tenían que hacer, dado que Jesús había expirado; sin embargo sus amigos,
discípulos y parientes se quedaron enlodados hasta los tobillos y totalmente empapados. María, abra-
zada a la traba inferior de la cruz, besaba el dorso de los pies de su amado hijo; Magdalena sollozaba
postrada en el suelo lodoso; y Tiago, de brazos cruzados, no quitaba los ojos del semblante inmóvil y
pálido de su adorado Amigo, sintiéndose venturoso de verlo libre de aquel suplicio infernal. Pedro
tenía en su rostro los rasgos de estar padeciendo intensamente, pues, aún parecía dudar de aquel
acontecimiento tan trágico. Juan, con los ojos entrecerrados, tenía la mano derecha cerrada sobre el
corazón y la izquierda posada sobre la cabeza inclinada; temía despertar de su mundo fantasioso y
enfrentar el pasaje más atroz de su vida. Los demás estremecían el lugar de lamentos y llantos, tan
propios de la raza hebrea; levantaban los brazos al cielo, suplicando para que la Paz venturosa
pronto alcanzase al Maestro querido.
Finalmente, al anochecer, José de Arimathea y Nicodemos habían conseguido de Pilatos la
autorización para retirar el cuerpo de la cruz, cosa que le extrañó, por la muerte tan rápida que había
tenido. Después de embalsamado con aromas y sales que utilizaban tradicionalmente los hebreos y
envuelto en unos lienzos limpios, el cuerpo del Amado Maestro fue colocado en un sepulcro nuevo,
cavado en la roca viva de un huerto adyacente, hasta que se le destinara una nueva y adecuada
morada, pues siendo día sábado, "día de la preparación de Pascua", no se podía atender a las
ceremonias fúnebres.
La tempestad había amainado y el agua caída corría por los surcos rocosos y enlodados del
Gólgota. Momentos después, el grupo de personas entristecidas se ponían en camino entonando un
canto que simbolizaba el recuerdo, el remordimiento, la angustia y el desaliento, como si fuera un
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