Capítulo XXXI
EL DRAMA DEL CALVARIO
Pregunta: ¿Jesús fue flagelado? Hemos compulsado varias obras que desmienten ese relato de
los evangelistas; además debemos considerar que es demasiada perversidad y contrario a la ética,
de los romanos, flagelar a un condenado a la crucifixión.
Ramatís: ¿Por qué Jesús no podía ser flagelado, si lo condenaron al suplicio más atroz e
infamante, como es la muerte en la cruz? Los castigos corporales eran hábito común entre los
romanos; el chicote, era el símbolo de su poderío sobre los pueblos vencidos, y la flagelación, aunque
fuera un método bárbaro, era el correctivo común entre los conciudadanos de un país, así como se
castigaba a los niños de la escuela primaria, con el puntero sobre la punta de los dedos. En aquella
época, no podía ser diferente puesto que las cualidades cristianas todavía eran embrionarias en la
humanidad. A los romanos poco les importaba distinguir a los prisioneros, fueran vencidos o
esclavos, pues no les aminoraban las penas por el hecho de ser pobres, ricos o cultos, más cualquier
reacción del vencido era castigada violentamente por el superior inmediato, y a falta de éste, por el
primer soldado que se sintiera ofendido u ofrecieran resistencia a su orden.
El chicote descendía sin cesar en las carnes de los infelices esclavos, que debían dar al máximo
sus energías para el bien de Roma. Cuando caían totalmente agotados y no podían reponerse
inmediatamente, sus verdugos lo mataban impiadosamente o lo dejaban morir lentamente sin
asistencia de ninguna especie. El burro de carga que en la actualidad circula por las calles, amparado
por la sociedad protectora de animales, vive en mejores condiciones de aquellos infelices, cautivos de
los romanos. Malgrado a nuestro sentimentalismo y la preocupación de resguardar la cultura de
Roma, la verdad es que los romanos no tenían virtudes tan elogiosas que los hiciera tratar con
ternura o tolerancia a los rebeldes o prisioneros obstinados. El chicote no tenía dirección, estaba
presente en todas partes y era un modo peculiar de mantener viva la memoria de los vencidos sobre
el poder y la gloria de Roma.
Jesús era un judío culpable de subversión pública y agravado por la condena dictada por el
Tribunal Religioso, por cuyo motiva sería pasible de la flagelación correspondiente a todos los
condenados. Sin embargo, por causa de su excesiva debilidad y estado enfermizo, el oficial que
debía castigarlo, lo golpeó tres veces solamente, usando el chicote confeccionado con tiras de cuero
crudo, pero sin el plomo o los huesos en las puntas que llegaban a arrancar pedazos de carne.
Pregunta: ¿Qué nos podéis aclarar, respecto al relato de los evangelistas, donde Jesús fue objeto
de burla y chacota pesada por parte de los soldados romanos?
1
Ramatís: Realmente, sucedieron algunas escenas degradantes con el Maestro Jesús en el patio
de la prisión romana, pero no se ajustan a las descripciones melodramáticas de los evangelios. Los
legionarios romanos, como propuestos de Poncio Pilatos, eran el producto de una férrea disciplina
impuesta durante tres años consecutivos al prepararlos como guerreros; hombres valerosos, altivos y
decididos, aunque rudos e impiadosos. Mientras tanto, jamás descendían al espectáculo circense de
escupir o abofetear a los prisioneros, pues mantenían cierto decoro en sus actos y hacían lo posible,
para no manchar su dignidad de "hombres superiores".
Cuando Jesús fue llevado al patio de la prisión, situada a pocos pasos del Pretorio, varios
simpatizantes y amigos lo siguieron; los más sensibles lloraban al verlo preso y otros protestaban
ante el crimen de haberlo condenado porque sólo pregonaba la paz y el amor. Pero, la turba de
mercenarios contratada por el Sanedrín acicateados por los secuaces de Caifás, impedían cualquier
manifestación de simpatía hacia el prisionero, que todavía no había perdido la estima de su pueblo. El
Maestro no fue humillado por los legionarios del gobernador, como dice Mateo (XXVII, 28), puesto
que sufrió toda clase de bromas, insultos, escarnios y malos tratos.
1
Juan, Cáp. .XIX, vers. 1 al 3; Mateo, Cáp. XXVII, vers. 26 al 31.
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