posible para que se llevara a cabo. El generoso rabino Galileo cargaba con toda la culpa de sus
discípulos y admiradores, buscaba la muerte para salvarlos. Algo de bueno le tocó a Pilatos en su
alma, pues hizo un gesto como si estuviera confuso, y precipitándose en sus palabras, como si
temiera cambiar de opinión, manifestó:
— ¡Te lo prometo rabino! Mientras yo me encuentre aquí, jamás perseguiré a uno solo de tus
discípulos, siempre que vuelvan a sus casas y abandonen la conspiración que consta como
testimonio y prueba.
Y, girando sobre sus talones, se dirigió a la puerta a la vez que le movía la cabeza a Jesús en
señal de confirmación.
Rápidamente. Pilatos tuvo una idea, al observar que el pueblo se amontonaba en los alrededores
del Pretorio, puesto que era gente» que iba hacia el templo, o paraban por pura casualidad ante el
juicio celebrado al rabino de Galilea. Entonces mandó conducir a Jesús a la espaciosa terraza, bajo
las columnas corintias, y lo expuso al público, mientras el vocerío iba callando el guardia gritó:
— ¡Silencio! ¡El Procurador de Roma va, a hablar!
Poncio Pilatos estaba enrojecido hasta la cabeza y no escondía su ira y repugnancia al tener que
dar satisfacción a un pueblo tan despreciable; pero, obcecado por su bienestar y por sus ambiciosos
intereses, intentó frustrar los objetivos de Caifás sin comprometer a futuras víctimas, resolviendo que
fuera el propio pueblo el que absolviera o condenara al rabino Galileo. En el primero de los casos
estaría libre del resentimiento sacerdotal, y en el segundo se encontraría satisfecho por haber sido
herido en su amor propio, ya que el pueblo era el que decidía y él no podía negarse a atenderlo. Es-
peraba malograr los planos del Sumo Sacerdote por medio de la liberación de Jesús, pedida por el
mismo pueblo. Levantó la mano, en un gesto de silencio y señalando al rabí de Galilea, preguntó en
forma arrogante:
— ¿Qué deseáis de este hombre, la libertad o la muerte?
Se hizo un gran silencio en medio del pueblo que se agrupaba alrededor del Pretorio. Poncio
Pilatos suponía que una gran simpatía envolvía a esos seres a favor del acusado. Una sonrisa irónica
le comenzaba a inundar su rostro ante la seguridad de sus ideas, cuando estalló desde los cuatro
ángulos de la plaza un clamor bien disciplinado y las voces aunadas en un sólo diapasón exclamaron:
¡Crucificadlo! ¡Crucificadlo! Era un grito coherente que obedecía a una orden, y anulaba a las voces
que probablemente estaban pidiendo clemencia.
— ¡Muerte al Rey de Israel! ¡Muerte al falso Hijo de Dios! ¡A la cruz con el Mesías! ¡Crucificadlo!
¡Crucificadlo!, —gritaban decenas de personas en tono bastante amenazante.
Poncio Pilatos se mordió los labios y quedó congestionado; respiró hondo y su pecho parecía que
iba a estallar. No se sentía apiadado de Jesús, pero lo que lo encolerizaba era la negación del pueblo
para absolver al Mesías, puesto que no lograba desbaratar a Caifás y sus secuaces.
— ¡Perros!... —gritó en un asomo de rabia—. ¡Perros vendidos y mercenarios!
En realidad, no era el pueblo, pues éste simpatizaba con Jesús; el que gritaba pidiendo la muerte
por crucifixión era la claque infame, reclutada a peso de oro por el Sumo Sacerdote.
— ¡Que se crucifique al impostor! ¡Que se crucifique al Rey de Israel! —proseguían los agentes
mercenarios del Sanedrín, impidiendo cualquier demostración en favor del Maestro. Entre la turba se
encontraban algunos sacerdotes de confianza de Caifás, pues vigilaban de cerca a la claque que
habían contratado para que no los defraudaran en su intento. Poncio Pilatos, receloso de contrariar la
voluntad de aquellos astutos jefes del Sanedrín, que más tarde podían perjudicarlo seriamente ante
Roma, entonces exclamó con cierto aire de ira:
— ¿Queréis la muerte del rabí de Galilea? ¡Pues, que sea; yo lo entrego al juicio del día! Si él fue
condenado, vosotros mismos lo condenasteis, porque yo me lavo las manos de este juicio.
Giró sobre sus talones haciendo seña para que llevaran a Jesús a la antesala donde se reunía la
corte para el juicio. Delante de las pruebas acusatorias, de la confesión de Judas, de la condenación
del Sagrado Tribunal y del interrogatorio que se le había hecho por crimen de subversión, el Maestro
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