y el indulto ofrecido que podía llevarse a cabo antes de que se pronunciara cualquier tipo de
sentencia del juicio que allí debía celebrarse, dejó sin efecto la porfía que tenía contra el Sumo
Sacerdote de Jerusalén.
Nuevamente miró a Jesús, pero su mirar dejaba entrever cierto despecho; le preguntó con cierta
frialdad:
— ¿Cómo te atreves a rechazar mi indulto?
— ¡No intentes salvarme! —Respondió delicadamente Jesús— Jamás serías perdonado por la ira
de aquellos que me condenaron.
Poncio Pilatos se puso colorado, al comprobar que el mismo acusado parecía saber los
resentimientos que lo animaban y también algo de su cobardía para enfrentar a los sacerdotes del
Sanedrín.
-¿Crees tú que yo le temo a esos santurrones del templo? -preguntó altivamente.
-Jesús le respondió; estoy agradecido por vuestra clemencia y sé que no teméis a vuestros
cautivos; pero yo necesito morir por fuerza de mi obra; pues sólo así ella vivirá, respondió Jesús con
tal dulzura que desarmó la ira de Pilatos, haciéndolo responder:
-¡Yo no te entiendo, Galileo!
De pronto, Poncio Pilatos comenzó a percibir qué importancia debería revestir la muerte de Jesús
para Caifás y sus secuaces y la gravedad de su decisión en aquel momento. Por otra parte le pareció
bastante sospechoso que durante unos días le estuvieran mandando los mejores faisanes y otras
regalías de cierta importancia. El enemigo, antes de proceder directamente con el Emperador, pri-
mero sondeaba a Pilatos para sus maquinaciones, además, era de dominio casi público que el Clero
Judío había enviado valiosos cargamentos de objetos y valores en joyas para Tiberio, su esposa y
principales cortesanos de Roma. En consecuencia, Pilatos tenía razón para quedar aprensivo ante
cualquier insinuación de la familia sacerdotal, que para desligarlo de su cargo, no vacilaría en
promover infamias y sobornos. Él estaba enriqueciéndose muchísimo en Judea y muy pronto tendría
un agradable futuro en sus patrimonios do España, casi desvinculados de los compromisos
comprometedores.
Dejándose dominar por un impulso indefinido, como si auscultara sus intereses ocultos y al
mismo tiempo para satisfacer a su personalidad herida, pero sin la frialdad cortante de los primeros
momentos, Poncio Pilatos preguntó a Jesús:
— ¿Aún te obstinas en querer morir?
— ¡Tú lo has dicho! —respondió Jesús, sin titubear.
A Pilatos poco le importaba que el rabí de Galilea fuera indultado o crucificado, pues no dejaba
de ser una pieza viva, igual a tantas otras que habían muerto por causas menores. Pero, era su amor
propio terriblemente herido lo que le hacía dudar sobre la sentencia final; el prisionero era un pretexto
para satisfacer el espíritu de venganza sacerdotal. Si le hubieran solicitado absolver al acusado, sin
dudas, que haría todo lo posible para crucificarlo y contradecir a sus adversarios. Jesús se levantó,
pues había comprendido que la entrevista tocaba a su fin y se dirigió hacia la puerta. Tal vez tocado
por una fuerza oculta a la que no pudo huir, Pilatos hizo un gesto con la mano, ordenando a Jesús
que esperara. Casi rebelado consigo mismo, como si sufriera para conceder cualquier privilegio al
prójimo, dijo bruscamente al Maestro Cristiano:
— ¡Si deseas la muerte, dime, por lo menos, qué puedo hacer por ti!
Jesús lo miró bien a los ojos, transmitiéndole la fuerza de su magnetismo sublime, el poder de su
espíritu y la bondad de su corazón. Entonces, en un supremo pedido, que llegó a las fibras endure-
cidas del espíritu del Procónsul, le dijo:
—Si de verdad quieres ayudarme, no persigas a mis discípulos, y serás grato a la Casa de Mi
Padre, por toda la eternidad.
Poncio Pilatos miró a Jesús de arriba abajo, sin poder disimular su admiración por aquella
deliberada renuncia, pues ahora no le era difícil comprender el deseo de morir y por qué hacía todo lo
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