siempre que prestaran declaración voluntaria para ayudar al sumario que disponía la culpa del
Maestro Cristiano.
Jesús no tenía más dudas respecto a la orden capciosa de Caifás; el Sumo Sacerdote quería
sacrificar únicamente al Maestro, no a sus discípulos. Destruida la columna vertebral del movimiento
cristiano, era natural que sus seguidores se dispersarían atemorizados, terminando de una vez por
todas con aquella campaña sistemática contra los ricos, los poderosos y los sacerdotes jerusalemitas.
La noticia no atemorizó a Jesús, al contrario, su alma se sintió aliviada y en cierto modo venturoso,
pues aún podía salvar a sus discípulos asustados, que volverían a sus tierras, junto a sus familiares.
Desde ese momento, él sería el único culpable y responsable de aquella imprudencia considerada
insurrecta para las autoridades de Jerusalén, y jamás movería un hilo de sus cabellos para
exceptuarse ante la ley judaica, aunque sabía que su caso podía ser castigado con la lapidación.
El día jueves al retirarse a sus acostumbradas meditaciones en el Huerto de los Olivos, y
habiendo decidido entregarse resignada-mente a la justicia como único culpable, Jesús concebía que
ese gesto escandalizaría a sus discípulos por lo cual les advirtió: "Todos vosotros padeceréis
escándalo en mí esta noche"
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Pregunta: En realidad, ¿los partidarios de Jesús, tenían en mente rebelarse a las autoridades de
Jerusalén, o fue un acto de imprudencia?
Ramatís: Es obvio que Jesús fue enjuiciado por las leyes romanas como un sedicioso, censurado
de sacrílego y profanador de las leyes hebraicas, lo que prueba que hubo hechos públicos de magni-
tud y bastante comprometedores para su persona, y que manejados hábilmente por el Consejo de los
Sacerdotes al mando de Caifás lo llevaron a la muerte infamante por el suplicio de la cruz, que en
aquella época sólo era reservado para los ladrones, conspiradores y rebeldes.
Nosotros sabemos que Jesús era inocente de los supuestos cargos que se le imputaban, dado
que él no había planeado esos hechos perturbadores y que participó involuntariamente por fuerza de
las circunstancias. Innumerables veces había advertido a sus discípulos y oyentes, que "el Reino de
Dios no se conseguiría por el poder, ni por la fuerza, sino por el espíritu". Además, desde el momento
que el Maestro había llegado a Jerusalén, prácticamente estaba preso, pues la orden se había
expedido, pero el Sanedrín aguardaba el momento oportuno para incriminarlo y que no pudiera
presentar recursos para liberarse de los graves cargos que le harían. Por eso, nada difícil fue para el
Sumo Sacerdote adulterar los hechos, invertir el orden de las pacíficas intenciones del Maestro y
convencer a las autoridades romanas por los testigos conseguidos a peso de oro y bajo amenazas de
muerte.
Cuando el Maestro se dio cuenta del drama angustioso que vivían todos los galileos y discípulos
retenidos en la ciudad, resolvió salvarlos de cualquier forma, aunque tuviera que morir. Impulsado por
su amor y heroísmo mantuvo perfecto silencio delante de sus acusadores capciosos, sin mencionar a
ninguno de sus seguidores, por eso, terminó vitalizando la obra para los siglos venideros. De ahí la
gran equivocación por parte de los investigadores que compilaron los evangelios, al suponer que su
prisión y muerte obedeció únicamente al beso traicionero de Judas.
El Cristianismo difícilmente estaría exceptuado de las infiltraciones mercenarias en sus filas, pero
también es verdad, que habría terminado en un lamentable fracaso ante la liviandad de algunos
adeptos y el interés sedicioso de tantos otros, cosa que no llegó a suceder debido al heroísmo,
renuncia, dignidad, amor e infinita comprensión de Jesús por los hombres. Entregándose en
holocausto por sus partidarios, fortaleció el Cristianismo en su nacimiento, dando relieve para la
posteridad a las figuras de Pedro, Pablo, Juan, María de Mágdala, Tiago, Bernabé, Timoteo, Vicente
de Paúl, Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Juan Huss, Don Bosco, Antonio de Padua y otros que
fueron olvidados en santificado anonimato. La inocente sangre del Maestro vertida desde lo alto de la
cruz, se transformó en divino fermento y en un fabuloso quimismo que catalizó las dispersas energías
de los apóstoles atemorizados y les dio nueva vitalidad para emprender la marcha valerosa y
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Mateo, Cáp. XXVI, vers. 31.
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