pueblo, festejándolo como Rey y Libertador de Israel?
Ramatís: Las exclamaciones de júbilo del pueblo lo habían contagiado agradablemente y hasta
tenía cierto convencimiento, que sería útil y acertado ir a pregonar los principios de su Evangelio,
aunque siempre tenía presente, que era una verdadera prueba de fuego entre los orgullosos
habitantes de Jerusalén. Pero, casi inmediatamente, quedó estupefacto y al mismo tiempo pesaroso
ante la distorsión peligrosa que la multitud atribuía a sus valores espirituales. Estaba obligado a
reconocer que Tomás y Mateo tenían sobradas razones cuando le advertían de una infiltración oculta
en el movimiento cristiano, que desviaba en sentido opuesto la esencia sublime de su Evangelio. El
mismo Pedro no escondía su alegría a los demás apóstoles, ya que él también unía su voz al coro
que exclamaba, ¡viva el Rey de Israel! Mientras tanto, Jesús se sentía .culpable de aquella situación,
pues en base a su vida esencialmente introspectiva vivía ajeno a la vida cotidiana de sus adeptos,
desconociendo las transformaciones que se habían suscitado por fuerza del pensar primario de los
humanos.
No cabía la menor duda que la gente estaba dispuesta y llena de entusiasmo, casi descontrolada,
preparándose para ir a Jerusalén en forma imprudente y con aspecto sedicioso. En su alegría infantil
e indisciplinada, sus partidarios, olvidaban reflexionar sobre la acogida que les brindaría el pueblo de
Jerusalén. ¿Y, si en vez de aclamar a Jesús como un rey triunfal, los jerusalemitas lo consideraban
como un profeta provinciano, dirigiendo una corte de campesinos, pescadores y artesanos callejeros?
Jesús sentía que le invadía una amargura infinita en su corazón buenísimo, ante la perspectiva
de ser desintegrada su obra bajo la fuerza destructora de los espíritus de la sombra, dirigiendo la
imprudencia de aquella gente ingenua. Era demasiado tarda para cambiar de idea, pero no podría ir a
Jerusalén sin antes esclarecer aquella turba inconsciente. Enfrentaba un terrible dilema, pues su
doctrina tanto podía destrozarse allí en Bethania, si se negaba a ir a Jerusalén, como podía suceder
lo mismo si el pueblo se decidía a luchar en la metrópoli judaica contra los romanos y los esbirros del
Sanedrín.
Después que cesaron las manifestaciones de alegría y los aplausos del pueblo de Bethania, el
Maestro se recogió en su aposento, en casa de Ezequiel y oró fervorosamente a Dios, rogándole la
gracia de un esclarecimiento superior. Conocía Jerusalén en el poco tiempo que había trabajado
como ayudante de carpintería entre los 15 y 23 años, pero había evitado pregonar ante aquella gente,
pues no creía estar preparado para hacerlo, aunque tenía la impresión interior que algún día lo haría,
pues era una cosa que le latía insistentemente. ¿Qué le aguardaba en Jerusalén? ¿La glorificación
de su obra? ¿el final feliz de su vida dedicada incondicionalmente al bien de la humanidad? o ¿las
cenizas de sus ideas consumidas por el fuego de la imprudencia humana?
Jesús era una entidad de elevada estirpe espiritual, un alma poderosa y provista de la mayor
sensibilidad intuitiva que se haya conocido sobre el planeta. Pero, sumergido en la carne, sin gozar
de los privilegios o favores divinos, se mortificaba ante la angustia de no saber cuál sería el camino a
seguir en esta oportunidad, por eso solicitaba al Padre orientación. Poco a poco, su elevaba intuición
lo fue sintonizando con lo Alto, y sintiéndose envuelto por una agradable vibración, fue
desapareciendo la terrible angustia sobre sus indagaciones. A través del fenómeno ideoplástico
mediúmnico, muy conocido por los espiritas y ocultistas modernos, le proyectaron en su mente alguno
de los dolorosos cuadros que más tarde le tocaría vivir en Jerusalén, exceptuándole el drama del
Calvario. La perspectiva de sacrificar su vida como precio implacable para que sobreviviera su
inmaculado Evangelio, lo llenó de alegría y le despertó gran interés para cumplir con lo previsto
anteriormente. Desaparecieron todas sus dudas, alejó de sí las aflicciones, pues Jerusalén ya no era
una aventura peligrosa para la obra cristiana, pero sí el acontecimiento necesario para preservar el
sublime Evangelio.
Le cabía ".vivir" y al mismo tiempo "morir" por los principios que vino a pregonar entre los
hombres, y debía afirmarlos por medio de la renuncia de su vida. Jesús, dejó el pequeño aposento
donde recibiera la clara intuición de su próxima y trágica muerte, y muy despacio se acercó a Pedro y
Juan que lo esperaban junto a la puerta, con cierto aire de temor en la fisonomía, haciéndole saber al
Maestro que estaban dominados por un extraño presagio sobre los acontecimientos que les tocaría
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