La región de Galilea era pródiga y ofrecía a todos sus habitantes el máximo de hermosura,
encanto y sustento fácil. Los golfos y los lagos de Palestina poseían enormes cantidades de peces,
sobre todo el lago Tiberíades. El pueblo vivía principalmente de la pesca y hacían con el pescado una
gran cantidad de platos alimenticios, además de guardar una buena reserva de harina y conservas
para el invierno. Había frutos en abundancia y se desenvolvía con gran facilidad, la apicultura,
además de la industria de la mermelada de higos, duraznos, cerezas, naranjas y peras, mientras que
el preparado casero era variadísimo. El pan de centeno, de trigo o de miel abastecía la despensa de
los pobres, y las mujeres perseverantes y trabajadoras, producían con mucha facilidad otros medios
de alimentación. No se observaba la necesidad angustiosa de las familias pobres de las ciudades
modernas, donde la moneda ganada con mucha dificultad no alcanza para la modesta comida diaria.
Entre los galileos, la recíproca hospitalidad era un deber sagrado; había un constante flujo de
visitantes y cuando alguien tenía dificultad, recurría a quienes estaban bien provistos, pasando a
sustentarlo hasta-que tuviera mejores días, sin tener apremios ni exigencias económicas. Así, el
beneficiado quedaba con la obligación de atender en el futuro, a otro semejante necesitado,
compensando los favores recibidos. Los presentes, los intercambios y los préstamos eran cosas
comunes, pues para aquella gente el sentimiento fraterno y la preocupación de servir al prójimo era
una cosa casi general.
De ese modo, Jesús no hacía falta junto a la familia, ni su inactividad era motivo de perjuicio o
censura para la comunidad de Nazareth. También es necesario puntualizar, que el Maestro Jesús no
incitaba a los hombres que admiraban su doctrina para que dejaran sus hogares, a fin de
acompañarlo en su gira por los pueblos vecinos, ya que éstos, le acompañaban después que habían
dispuesto todo lo necesario para sus familias durante su ausencia, que duraba muy pocos días.
Jesús, como un rabí peregrino atendía solícito a toda esa gente, pues debía elucidar muchas
ansiedades espirituales que aún se encontraban entorpecidas por la religiosidad fanática. Tanto el
Maestro como sus seguidores, se contentaban con las migajas que sobraban en las mesas, mientras
que vestían con extremada sencillez, pero jamás pesaban en la economía del hogar donde paraban.
Eran frugales en la alimentación, como verdaderos cultores de una virtud del "reino de Dios", y ajenos
a cualquier objetivo que no fuese su tarea mesiánica. Se preveía con anticipación los días que el
Maestro y su comitiva estarían fuera de la ciudad y la homogénea colectividad providenciaba los
medios necesarios, para que los viajantes no sufrieran necesidades, en lo tocante a los alimentos y
hospedajes. También hoy se repite esa disposición emotiva y espiritual entre los espiritas, cuando
ofrecen cálido acogimiento a los oradores, que siembran la "Buena Nueva" del Espiritismo.
Cuando se programaban esas giras, se multiplicaba la pesca, el cocimiento de panes, se
preparaba mayor cantidad de conservas, se horneaban bizcochitos, se hacían cantidades de bebidas
en base a jugos naturales de frutas, como naranjas, ciruelas, duraznos, manzanas y el dulce jugo de
cerezas.
Era una fiesta emotiva para ese pueblo que poco conocía de esos raros acontecimientos. Las
mujeres trabajaban alegremente para cooperar y divulgar la Buena Nueva ofrecida por el profeta de
Nazaret. Se confeccionaban verdaderos y delicados equipos para las peregrinaciones un poco
prolongadas; uno o más burros seguían a la retaguardia de los viajeros, conduciendo las provisiones
para el sustento general. El cariño y la alegría confraternizaban a todos, puesto que eran muy felices
por la oportunidad de participar activamente en el advenimiento de la doctrina cristiana.
En base al espíritu hospitalario y solidario que predominaba entre la mayoría de los judíos de la
época, Jesús, sus discípulos y seguidores terminaban por distribuir gran parte de sus provisiones
a los desheredados que encontraban en el camino, comprobando el afecto cariñoso y gentil de
la caridad y el amor al prójimo, aun latente en el seno del Cristianismo. Los leprosos que habitaban
en las grutas y cuevas al lado de los caminos, eran visitados constantemente por los pregonadores
de la nueva creencia, recibiendo alimento, vestidos y la palabra amiga y confortadora del
amoroso rabí. Cuando regresaban eufóricos y felices a sus hogares, con el alma satisfecha por el
alimento espiritual recibido, los esperaban con la bienvenida que les tributaban sus felices
familiares. Los que iban quedando a la retaguardia cuidaban de las cosas prosaicas de la
vida, y se daban por muy satisfechos y felices por haber participado humildemente de la obra
mesiánica del Maestro Jesús.
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