Los proverbios, los aforismos y los adagios de sentido común de algunos pueblos y tribus, bajo el
quimismo espiritual de Jesús servían de enseñanza eterna; eran frases que se mecían bajo la suave
brisa de su Amor y penetraba a fondo en el alma de los hombres. Simples conceptos y máximas de
aldeanos, se realzaron como inalterables principios filosóficos; el modo peculiar de ciertos humanos
para entenderse entre sí, se transformó en un proceso de análisis y revelación en favor de un mayor
entendimiento sobre la vida eterna. La fuerza creadora del Ángel y el excelso sentimiento de un
Santo, conjugados a la sabiduría cósmica del Sabio, eran los únicos capaces de modelar los
preceptos eternos, bajo la modestia de las palabras insignificantes.
Aquí el diminuto grano de mostaza, sirve para explicar la Fe que transporta las montañas y crea
los mundos; allí, la parábola del talento enterrado advierte al hombre sobre la responsabilidad del me-
canismo de la vida y de la muerte; acullá, el yuyo y el trigo simbolizan la selección y división profética
de los "buenos" y "pecadores" en medio de la humanidad. En fin, las parábolas fueron el maravilloso
recurso que utilizó Jesús para a justar el pensamiento avanzado y transmitirlo en forma práctica a sus
contemporáneos. Ofrecen un tono de respeto, sensatez y noble significado moral en el sentido de
llamar a la reflexión sobre la Verdad, que debe ser el fundamento de la vida eterna del Espíritu.
Pregunta: Jesús, durante sus prédicas evangélicas a sus contemporáneos galileos, ¿recibió el
apoyo y adhesión necesaria?
Ramatís: Las épocas cambian, pero los hombres siempre son los mismos, porque la tierra es una
escuela de educación primaria cuyos espíritus ni bien aprenden el A-B-C, serán substituidos por otro
contingente de almas analfabetas y portando las mismas condiciones espirituales de los
recientemente aprobados. Además, Jesús manifestó con cierta tristeza, que «había venido para los
suyos y ellos no lo reconocieron», justificando perfectamente el aforismo: «el santo de casa no hace
milagros», como volvería a suceder hoy si tuviera que descender a la tierra para cumplir tareas
semejantes.
Cuando el Maestro comenzó su trayectoria mesiánica, fue el blanco de los entusiasmos y
habladurías, de respeto y sarcasmos, de elogios y censuras, de admiración y hostilidad. Los
gozadores, egoístas y los hipócritas de todos los tiempos también estaban presentes en su tarea de
liberación espiritual, y sin dudas que si hubiera una «segunda venida» los volvería a encontrar. Los
irreverentes de la época consideraban a Jesús un individuo hábil, experto y talentoso, que seducía a
las mujeres jóvenes y usufructuaba la fortuna de las viudas ricas. Las risas capciosas, los dichos
punzantes, el sarcasmo y la censura circulaban a su alrededor desafiando su tolerancia y resignación.
Entre los que le seguían se encontraban los pusilánimes, traidores y aprovechadores, como suele
suceder en los movimientos políticos y en las revoluciones sociales. Para la mayoría de los male-
dicientes Jesús no pasaba de ser un profeta de los vagabundos, pues la perfidia, como veneno de la
serpiente, se renueva a cada mordedura y lograban infiltrarse entre sus discípulos y simpatizantes.
Los débiles se apartaban temerosos ante la primera amenaza del Sanedrín, y los interesados
desistían porque el movimiento cristiano no era un suceso-financiero.
Algunas veces, cuando Jesús aparecía en la curva del camino principal, los hombres del pueblo,
viudas, mujeres de todas condiciones sociales y pescadores lo rodeaban alegremente, entonces, los
viejos rabíes aumentaban su cólera recibiendo al Maestro con apodos y vituperios. Le cerraban las
puertas de las Sinagogas cuando pasaba delante de ellas, como protesta elocuente por sus ideas,
que pretendían contradecir los preceptos de Moisés a cambio de aforismos y enseñanzas
subversivas, incompatibles con la religión del pueblo. Eran viejos sacerdotes, sometidos a las reglas
de los ortodoxos manuscritos, que no trataban de reconciliarse con la expresión talentosa y liberal de
Jesús. Sus protestas seniles combatían la idea inmortal que aparecía a la luz del día bajo la palabra
mágica del joven pregonador de Nazaret. Desesperados, manoseaban nerviosos en el recinto de la
Sinagoga los grandes y envejecidos pergaminos para justificar sus prédicas ortodoxas y el
dogmatismo de sus vacías palabras. Los fieles entraban y salían del lugar tan ignorantes como la vida
que vivían, a semejanza de los creyentes modernos que hacen de los templos religiosos,
exposiciones de moda, o simple demostración de fe para guardar apariencias en público. El rabí
Jesús era portador de ideas revolucionarias, puesto que explicaba la existencia de un Dios,
incompatible con la obstinación, el fanatismo y las especulaciones religiosas de los judíos. Era la
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