-- ¡Padre! ¿El buey, el carnero, el cabrito y el camello no viven también por la voluntad de
Jehová? ¿Pero nosotros razonamos, no es verdad? Y, en seguida acrecentó:
— ¿Qué hace el buey, el cabrito, el carnero y el camello? Apenas duermen, digieren, procrean y
se desenvuelven atendiendo a las necesidades físicas. ¿O su mundo es el producto de los instintos
que los impele para la satisfacción de su vida animal? —Y, pasando levemente la mano en la cabeza
de José, y después en su frente, dijo gravemente: — ¡Tú piensas; yo- pienso! ¡Entonces existimos
más allá de nuestros sentidos físicos! ¡Más allá de los fenómenos transitorios del cuerpo! Sobre
nuestros hombros ¡Jehová colocó el libre albedrío de optar por las ideas superiores del alma, o
esclavizarnos a los tesoros, a los bienes que la polilla come, la herrumbre destruye y los ladrones
roban! ¿Habéis comprendido, padre? José parecía fatigado para acompañar los elevados vuelos
filosóficos de Jesús; sin embargo, era un espíritu envejecido y experimentado en los cursos dolorosos
y educativos de las vidas planetarias; por eso, si no lo entendía en la conciencia física, lo sentía en lo
íntimo de su alma, pues la verdad inconfundible que fluía de las palabras elocuentes de su hijo eran
un fuego perenne que recordaba a las llamas del sacrificio religioso y poseían vibraciones de elevada
inspiración. Algo misterioso había sentido en su alma, como si una extraña suavidad lo hubiera
envuelto por unos instantes y, hasta le parecía haber oído melodías desconocidas bajo un halo de
diáfano perfume; su mente quedó vitalizada por una energía deslumbrante, ya que le daba una
percepción más amplia de la vida y de las cosas. Su corazón quedó confortado y una dulce brisa le
balsamizaba su alma. Pero pronto se delineó el escenario triste del mundo de las formas pesadas y
oscuras. Entonces, vio frente suyo a la figura de su hijo Jesús, y súbitamente le invadió una extraña
emoción que le alcanzó su corazón y el alma, y entrevió en la memoria espiritual el cuadro del
Calvario, pero sin poder definirlo en su conciencia física. Fue el terrible presentimiento, el recuerdo
estigmatizado antes de encarnar en la materia, y que ahora se presentaba como una tremenda
posibilidad. Pesaroso y afligido, exclamó:
— ¡Temo por ti, hijo mío!
Jesús sonrió como si lo hubiese comprendido en todo su dolor por el presagio intuido; pero en
una sonrisa sublime y heroica, que daba valor, pues tenía un halo de belleza impresionante, exclamó:
— ¡Nadie se pierde en el seno de mi Padre, que está en los cielos! —Y señaló suavemente hacia
lo Alto—. ¡Quien diera su vida, por el amor de Jehová, la ganará para toda la eternidad! ...
En un acento afectuoso, como para tranquilizar a José, concluyó:
— ¡Yo no me pertenezco; es la voluntad de mi Padre la que actúa en mí y me guía! ¡Quién me
dio la vida, también puede quitármela, si así lo desea!
Silenciosamente, se encaminó hacia la puerta; y volviéndose en un último gesto afable y cortés,
exclamó en tono grave, pero acompañado de una sonrisa angélica:
— ¡Que se cumpla en mí la voluntad de mi Padre!
José se acercó a la ventana de su modesta habitación y siguió con los ojos húmedos a la figura
majestuosa de su hijo, que caminaba lentamente entre los nardos y anémonas que crecían junto al
camino de la fuente. El silencio de la tarde, aliada a la pureza de la atmósfera hacía vibrar los
chirridos de sus sandalias sobre la arena húmeda y resaltaban bajo los últimos rayos del sol poniente
El joven Jesús caminaba sobre la tierra pero su alma estaba sumergida en el infinito; la
naturaleza a su alrededor, parecía auscultar sus pensamientos y aflicciones que le abatían el
corazón. Subió una pequeña loma y se sentó sobre una piedra en medio de las flores silvestres. Fijó
sus ojos sublimes sobre la verde llanura, los caminos, los pastores y la senda que rodeaba al río
Jordán y al monte Tabor, donde más tarde tendría una categórica visión mediúmnica del mundo
espiritual. A lo lejos, brillaba el mar de Galilea con sus ondas de lentejuelas brillantes, que sé
fragmentaban ante los reflejos del sol. Los pescadores preparaban las redes para salir a la
madrugada y las barcas manchaban la superficie del agua con tonos coloridos, desde el índigo hasta
el amarillo claro. La brisa acariciante que descendía desde la cima de Nazaret movía lentamente los
barcos y agitaba los sedosos cabellos de Jesús.
Jesús cruzó las manos sobre el pecho y cerró los ojos, y un largo suspiro de infinita recordación
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