que estaba rodeada por el fausto y sus admiradores, que se movían a sus caprichos, aun así se
sentía alejada de todo.
En realidad, vivía espiritualmente desesperada y reconocía la necesidad urgente de cambiar
aquella vida dañina por un vivir simple y limpio, donde la sonrisa ajena, fuera sincera y amiga y el
gesto de ponderación partiera de la amistad pura, antes de verlo disfrazado por el vil e inconfesable
placer de la carne. En esos momentos de incertidumbre espiritual, casi desgarradora, le hablan de un
rabí amoroso, sabio y bueno, que pregonaba un reino de amor y bondad, en el cual, hasta las fieras
vivirían en paz con los corderos y todos los seres se entrelazarían en un amor de suave redención. Le
decían, que Jesús era magnánimo, justo, leal y amigo sincero tanto del rico como del pobre, del sabio
como del ignorante, del sano y del enfermo, del santo y del criminal, del señor y del esclavo, de la
mujer digna, como de la prostituta. Por eso, después de su mirada provocativa y casi sensual, Jesús
al mirarla la envolvió con un suave magnetismo de afecto espiritual; entonces se sintió avergonzada y
afligida, convencida de que Jesús tenía todas las cualidades excepcionales que ella jamás hubiera
podido imaginar en un solo hombre.
Innumerables veces había intentado liberarse de aquella vida disoluta, aunque le proporcionaba
fortuna, pero la decisión siempre fracasaba, ya fuera por falta de motivos elevados o debido a la cap-
ciosidad de los hombres. Mientras tanto, Jesús significaba el milagro que esperaba hace tanto
tiempo, puesto que él se apiadaba de sus pecados, frutos de la lascivia de los hombres, pareciendo
ignorar su ignominia. Aunque el cuerpo carnal de María de Magdala se prestaba para la corrupción
del mundo, su espíritu hacía mucho tiempo venía tejiendo sueños de liberación espiritual; como el
pájaro que tiene sus alas cubiertas de lodo, no deja de hacer hercúleos esfuerzos para alcanzar su
vuelo de liberación, y retornar a su morada feliz. Ella soñaba con la bendecida lluvia espiritual que le
apagara el tormento que soportaba su alma angustiada, y que sería capaz de donar toda su fortuna y
aniquilar su fama de mujer deslumbrante, si pudiera sustentar su alma con el afecto del amor
espiritual.
Ante Jesús, sintió que la escoria de la animalidad inferior retrocedía ante el impacto de su luz
angélica, enseñándole el camino de la ambicionada redención; era la esperanza de saciar su sed en
la linfa pura del Espíritu superior. Reconocía en el rabí de Galilea al hombre perfectamente realizado
en espíritu y reafirmaba con su ejemplo la vida santificada que llevaba; entonces, María de Magdala
abrió su alma radiante y feliz, como lo hace la flor ante el sol amigo, pues no era una impura
congénita, ni había nacido para la corrupción humana, sino, que apenas era la mujer frustrada por las
circunstancias adversas.
No necesitó mucha decisión para renunciar a su fortuna; donó sus bienes a los infelices, cubrió
estoicamente su figura de mujer tentadora con ropajes humildes y se entregó a la vida de los simples
y pobres.
Pregunta: ¿Nos podéis describir el momento en que María de Magdala se arrodilló junto a Jesús
y le limpió los pies con los cabellos?
Ramatís: Dominada por una intensa emotividad espiritual, se abrió paso entre la multitud que
escuchaba las palabras de Jesús, temblando y con toda humildad, sintiendo que su corazón se le
partía ante dolor tan ardiente, se dejó vencer por el llanto indominable.
— ¡Jesús! ¡Sálvame! —exclamó, cayendo a los pies del Maestro, cubriéndolo con lágrimas
ardientes. Después, secó los pies del Maestro con sus cabellos y con aterradora timidez, desconocida
hasta ese momento, levantó los ojos lentamente hasta alcanzar los de él, para luego embeberse en el
inmenso cariño que se reflejaba en su mirar triste y sereno. Jesús le hizo un gesto afectuoso,
después movió sus labios angélicos para decirle:
— ¡María de Magdala! ¡Tu fe te salvó! ... Sus palabras fueron remarcadas por una suave sonrisa.
En ese momento, ella tuvo deseos de correr locamente por el campo, cantar al sol, al viento y a
los árboles toda su felicidad, pues había descubierto el verdadero amor y podía decirlo al mundo
entero sin vergüenza, pero exceptuada de los deseos impuros y lejos de la codicia humana. Grandes
luces brillaban en lo íntimo de su alma; la linfa eterna de la vida se había posesionado de su corazón
y ella había renacido en espíritu y verdad. María de Magdala entonces se entregó en cuerpo y alma a
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