muy lejos, más allá de los cerros y cada tanto se animaban con los movedizos rebaños de ovejas,
salpicando de manchas blancas el inmenso y verde tapete de la vegetación de pastoreo; las
lavanderas bulliciosas se servían de las aguas cristalinas de los arroyuelos y de las fuentes
adormecidas bajo los árboles; la ropa, de diversos colores danzaba sobre las ramas pequeñas de los
arbustos, cual cortejo de aves graciosas. La risa cristalina de los niños corriendo cuesta abajo,
saltando alegremente en medio de los cabritos, se mezclaban a los cánticos de los jóvenes que
recogían la miel o los racimos de uva. Aun el caminito color ocre, parecía una vereda compacta,
donde el burrito hacía resonar los cascos. Las abejas y mariposas volaban en enjambre sobre las
atractivas y rojizas amapolas. Bandadas de pájaros de todos los tipos revoloteaban pintorescamente
sobre las margaritas que surgían a la orilla de los lagos y de las fuentes de agua, donde los animales
mitigaban tranquilamente su sed. A la sombra de los coposos árboles, los animalitos de pequeño
porte, descansaban tranquilamente y los frutos pequeñitos, como las moras rojizas casi les tocaba el
dorso interrumpiéndoles su sueño apacible.
Desde la cima de los montes de toda Galilea, el viajero se sentía conmovido ante ese
espectacular escenario, que se perdía en el lejano horizonte. El cielo derramaba sus luces sobre los
caminos, lagos, ríos, casas, cabañas y bosques, donde la gente, las aves, los niños, los animales y
los insectos se movían en todas direcciones, como si fuera un pacto amigo, jubiloso, de alegría
bulliciosa y contagiante.
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